Por estos días la política y los políticos nos tienen ya “up to the mother”. Es decir, hasta la mádere.
Si fueran actores de verdad —casi todos lo son de mentiras— y representaran una farsa (otra), el público se les habría salido ya del teatro y los habría dejado solos con su pobre espectáculo de ineptitud y corruptelas.
En tal virtud decidí no macular estos hermosos días, el de hoy y el de mañana, con la reseña del público sainete. No hablaré, pues, de política.
La República —estoy seguro— me lo agradecerá. He cumplido con creces mi tarea de dar rumbo al país. Quizá no he dicho nunca la última palabra sobre los arduos temas nacionales, ni la penúltima siquiera, pero por lo menos en tres ocasiones he dicho la antepenúltima.
Me he ganado el derecho a destensar el arco, y todo lo demás también. Contaré, pues, una serie de lenes cuentecillos muy irreverentes…
La esposa de Fecundino tuvo quíntuples. Días después el Padre Arsilio se lo topó en la calle, y lo felicitó. “—Supe —le dice— que el Señor te sonrió”.
“—¿Me sonrió? —replica Fecundino—. ¡Se echó una carcajada!”…
Pasaron a mejor vida al mismo tiempo un predicador y un chofer de autobús de pasajeros.
Para sorpresa del predicador. San Pedro hace que el chofer entre al Cielo de inmediato.
“¿Qué es esto? —pregunta el predicador—. Yo me pasé la vida hablando del Señor y me detienes. Y en cambio a ese hombre, que siempre estuvo de mal humor, que maldecía y que trataba mal a sus pasajeros, lo introduces de inmediato en el Paraíso”.
Le explica San Pedro: “Es que cuando tú pronunciabas tus sermones todos se dormían: pero cuando este hombre manejaba rezaban todos”…
Murió Virtudio, el hombre más bueno del condado. En su vida había cometido un pecado, de modo que llegó directamente a las puertas del Paraíso. San Pedro, el portero celestial, revisa su expediente y le dice luego al tiempo que se rascaba la cabeza: “—Caray, Virtudio. Veo en tu ficha que no cometiste jamás ningún pecado. Si te dejo entrar muchos de los que están aquí sentirán celos de tu perfección. Vamos a hacer una cosa: te concedo 6 horas de vida más sobre la Tierra. Ve allá y comete algún pecado. Así ya no serás perfecto, y no provocarás celos aquí”.
Regresó, pues, Virtudio a su pueblo. Recordó que la esposa del vecino le hacía ojitos, así que fue a su casa. La mujer lo admitió inmediatamente, pues su marido andaba de viaje. Lo condujo a la recámara, y por primera vez en su vida conoció Virtudio los deliquios del arrebato pasional. En eso se le pasaron las mejores 6 horas de su vida. Terminado el plazo Virtudio saca la cabeza por la ventana y llama en dirección al Cielo: “—¡San Pedro! Dame otras seis horitas. Hay que asegurarnos bien de que nadie vaya a sentir celos de mí”.
Anunció el predicador que su sermón del día siguiente trataría acerca de Noé. Unos muchachillos traviesos fueron esa tarde y pegaron con goma las páginas de la Biblia relativas al pasaje del Diluvio. Al día siguiente, frente a su congregación, empezó el ministro a leer aquel pasaje:
“—Tomó Noé una esposa…”. Da vuelta a la página y sigue leyendo: “—… Tenía 300 codos de longitud, 50 codos de anchura y 30 codos de altura…”.
Hace una pausa, se queda pensando un momentito y luego dice: “—Hermanos: si no tuviéramos fe no podríamos creer algunas cosas que el Gran Libro nos dice”…
La esposa de otro predicador le dice cuando éste salía para dirigirse a su iglesia: “-Y recuerda, Calvin: no los llames ‘pecadores’ sino hasta después de la colecta”… La esposa de Jonás le reclama: “-Por Dios, Jonás ¿dónde estuviste? ¡Hueles a puro pescado!”— Saltillo, Coahuila.