Steve Stern, en uno de sus libros sobre la memoria de la dictadura de Pinochet en Chile (Battling for Hearts and Minds, Memory Struggles in Pinochet’s Chile, 1973-1988, Duke University Press, 2006) rescata un relato de la época con apenas un par de variaciones: Pinochet se disfraza de mujer, va al cine no para divertirse sino para observar cómo reaccionaba el público cuando su imagen aparecía en la pantalla; la gente aplaude a rabiar y él queda atónito, fascinado, hasta que una persona lo increpa y le dice “¡vieja tonta, apúrese y aplauda o la van a fusilar!”
La contienda por la presidencia de Estados Unidos en 2016 aportó también una estampa que ilustra otro aspecto –muy distinto, aunque igualmente revelador– de la política del aplauso. Jeb Bush parecía, muy al inicio, el aspirante destinado a hacerse de la candidatura republicana. Pero en su camino se cruzó Donald Trump. En un evento por ahí de febrero, cuando ya era evidente que su intento estaba condenado al fracaso, un Bush a un tiempo furioso y desfondado trató de arengar a una multitud estableciendo un contraste contundente con Trump: “Yo no voy a insultar. No será un líder que divida ni agite. No voy a caer en el juego de fanfarronear sin poder respaldar lo que diga. El próximo presidente de Estados Unidos tiene que ser más sereno, pero al mismo tiempo, enviar una señal clara de que estamos preparados para actuar en el interés de la seguridad nacional de este país y volver al negocio de crear un mundo más pacífico”. Terminó de decirlo y se hizo un silencio no incómodo, sino insoportable. Bush, en un gesto de profunda desesperación e impotencia, le suplicó entonces a su audiencia: “por favor aplaudan”.
Para completar el cuadro, rescato un pasaje del Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn:
«En 1937, durante una reunión del Partido Comunista en uno de los distritos de Moscú, el secretario local del partido pidió a los asistentes, antes de dar por cerrada la sesión, un aplauso para el camarada Stalin. Tenía que “hacer méritos” ante el líder. Por supuesto, siendo como era la época de las “purgas”, todas las personas presentes se pusieron inmediatamente de pie y comenzaron a ovacionar a quien en aquellos momentos dirigía con sanguinaria mano de hierro no solo al partido, sino a la nación entera.