Mientras en París, sus cielos tristes de marzo en julio, la fiesta olímpica crece bajo la lluvia, en Palencia muere a los 84 años Mariano Haro, el atleta que todos quisimos ser. Un genio de la meseta pobre de los años 40, con más escuela en la calle y en el monte que en las aulas, que le dice un día, en una recepción a Cela, “don Camilo, quién pudiera escribir como tú”. Y el Nobel le responde, “Mariano, lo verdaderamente difícil es correr como tú, ya me gustaría a mí, ya me gustaría”.
Viren, al frente de los 10.000m en Múnich 72, con Haro (169), tercero.EFE
Y a todo el mundo le gustaría, a los espectadores sapientísimos de Oslo, el estadio de Bislett, donde aficionados que han mamado el atletismo de fondo con más ansia que la leche materna, y han aplaudido a Emil Zátopek, a Ron Clarke, a los más grandes, comienzan a gritar a coro, emocionados, ¡Ha-ro! ¡Ha-ro! ¡Ha-ro! Es el 5 de agosto de 1970. 10.000m. Inevitablemente, llovía en la capital noruega. El rival es Frank Shorter, el norteamericano que dos años después sería campeón olímpico de maratón en Múnich. En la recta de cada una de las 25 vueltas, Haro, el niño que cazaba perdices a mano por los páramos de Becerril de Campos, cambia de ritmo ferozmente. Un trallazo que solo Shorter resistía y que el estadio apreciaba y alentaba. Como casi siempre, Haro no ganó. Como las cuatro veces que terminó segundo en el Campeonato del Mundo de cross, Cambridge, Monza, Waregem, Rabat, de 1972 a 1975. Siempre él corría más que nadie, siempre había uno más rápido que él en los últimos metros. Como cuando quedó cuarto en los 10.000 metros de Múnich 72, con un récord nacional de 27m 48,14s, una marca que aún hoy, 52 veranos después, le haría uno de los mejores en España, después de una batalla épica con Lasse Virén, Emiel Puttemans, Miruts Yifter y Frank Shorter, también, al que esta vez sí pudo. Los mejores de la década. Atletas que marcaron una época. Ganó Virén, un cartero finlandés que solo aparecía en los grandes campeonatos, que batió el récord del mundo después de caerse y remontar. Años después, Haro, que había intentado prepararse entrenando en altura, subiendo a 3.000m en Colombia con su entrenador, Gerardo Cisneros, leyó en los periódicos que Virén había recurrido a autotransfusiones sanguíneas, entonces permitidas, para aumentar su hemoglobina y mejorar su rendimiento. “No me extraña que hubiera algo raro. A este le ganaba siempre en las carreras menores, pero en los campeonatos era imbatible”, lamentaba Haro de la figura de Virén, doble campeón olímpico de 5.000m y 10.000m tanto en Múnich como en Montreal 76, donde Haro, a los 36 años, fue sexto en los 10.000m. “Él iba con gasolina súper. Yo me preparaba solo con chorizo, los cocidos de mi madre, y vino”. Lo recuerda así Alberto Calleja, su amigo de Palencia y biógrafo.
Haro lo fue todo en el fondo español. Con la camiseta del Educación y Descanso de Palencia, club al que convirtió, junto a su hermano Pepe, Cándido Alario o Santiago de la Parte, en el mejor de Europa, fue campeón de España de Cross de 1971 a 1977, dos veces ganador del Cross Internacional de Lasarte en 1974 y 1975 y plusmarquista nacional en todas las distancias, desde los 1.500 metros hasta los 20km y la hora.
Todo el mundo llora a Haro. Están tristes, como si el tiempo que pasa solo les permitiera esperar malas noticias, todos los atletas de su tiempo, Javier Álvarez Salgado o Jorge González Amo, pioneros del atletismo español, que recuerdan sus viajes mágicos al verano escandinavo de Volodalen, donde compartían cabañas en el bosque, junto a su lago, descubrían el amor y la libertad, y corrían por sus senderos con los mejores fondistas mundiales de la época. Luego descubrían el verdadero atletismo en los mítines de Oslo o Estocolmo, la capital sueca en la que, el 15 de agosto de 1966, Haro gana los 5.000m con una marca de 13m 53,8s, a unas décimas del récord nacional de entonces, de Francisco Aritmendi. El estadio olímpico de Estocolmo, como el Bislett años después, le aclama. Su leyenda y sus anécdotas han alimentado el sueño de los más jóvenes. “Hay que recordarle con risas. Fue un tío estupendo”, dice González Amo, que no puede evitar reírse al recordar la historia que le contaba Haro a carcajadas, cuando la mañana de un mitin en Argel vio su dentadura postiza en la mesilla en un vaso vacío, seca. “¡Coño!, si yo creía que la había dejado con agua”, dijo el palentino, y al velocista asturiano Melanio Asensio, que compartía habitación con él, le dio tal arcada que tuvo que ir corriendo al baño.
Fue la inteligencia natural. Trabajaba de conserje en el edificio de Sindicatos (el sindicato vertical de Franco) en Palencia y cuando viajaba nunca se olvidaba de mandarle una postal a su jefe, a quien no le gustó nada leer en la prensa unas declaraciones del atleta desde México, cuando estuvo en el preolímpico de 1967. Un periodista local le había visto gesticulando animadamente con algunos atletas soviéticos, entre ellos Dudin, el obstaculista de 3.000m, y le preguntó si hablaba ruso. Haro, que trapicheaba con los rusos la compraventa de máquinas de fotos sólidas, le respondió que por supuesto, y le hizo de intérprete inventándose, claro, todas las respuestas, pues no tenía ni idea. Agradecido, el periodista terminó haciéndole una entrevista a él. “¿Usted trabaja, don Mariano?”, le lanzó. Y Haro, con sorna, le respondió: “No, no, yo estoy en Sindicatos”. Y llegó a México 68 con la maleta hasta arriba de mantillas españolas para vender a otros atletas. Sus mejores agentes comerciales fueron las mujeres de la limpieza, que todas las mañanas le reclamaban más género, pues se las quitaban de las manos atletas de todos los países.
Haro fue la picaresca y la fantasía. La lucha por la supervivencia, que era la vida de todos, la convirtió en un arte y en algo más, en un trampolín. “Fue el Lazarillo de Tormes del atletismo”, lo describe Calleja. “Sin apenas saber leer y escribir, pero con un arte único para la vida conquistó el mundo y llegó a ser alcalde de su pueblo, Becerril de Campos, entre 1979 y 1983, con la democracia. Era la inteligencia de la vida”. Nació en Valladolid de casualidad, de una madre que trabajaba al servicio de una familia y de un padre albañil, maestro en el arte de poner ladrillos para hacer bóvedas perfectas en las bodegas y amante de las carreras pedestres.
Con Jakob Ingebrigtsen, el mejor atleta de medio fondo de la década, comparte en su biografía una infancia a la carrera. El palentino, desde muy niño, corriendo a pie todos los días kilómetros y kilómetros por los páramos de Tierra de Campos, cazando conejos con su perro, desafiando al tren a Palencia, que como el de Santa Marta, pita más que anda, llevando la comida a su padre, otro corredor, que construía ladrillo tras ladrillo tinas para el vino en las bodegas de los pueblos de los alrededores de Becerril de Campos. La vida de un niño en la Castilla dura de los años 40 y 50. El noruego, desde los tres años, corriendo tras sus hermanos mayores en la nieve y alrededor del lago de Stavanger, pequeña burguesía acomodada, y su padre, patrón y entrenador, con un silbato, metódico, dirigiendo y entrenando, y exigiendo. Su infancia, los kilómetros corriendo, la carga de trabajo a que sometieron a sus organismos, les hizo campeones.
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