La recién casada era robusta; tenía un enorme corpachón. Al comenzar la acción nupcial le preguntó, molesta, a su flamante maridito: “¿Por qué consultas tanto ese reloj?” “No es reloj —contestó el muchacho—. Es brújula”…
El gerente del banco se sorprendió al ver que el pordiosero que cotidianamente tendía su sombrero al que pasaba para pedir limosna, tendía ahora dos sombreros. Le preguntó: “¿Por qué pides ahora con dos sombreros?”
Responde el individuo: “La crisis está tan dura, jefe, que tuve que abrir una sucursal”…
Doña Panoplia, señora de la alta sociedad, fue a un rancho a fin de hacer labor social entre los campesinos. Vio algo que le pareció reprobable: una niñita llevó al prado a un toro, y estuvo viendo mientras el toro ejercía con una vaca la función del semental.
Sumamente mortificada doña Panoplia le preguntó a la pequeña: “Dime, buena niña: ¿quién te pidió que hicieras esto?”
“Mi papá” —respondió la chamaquita. Volvió a preguntar, enojada, la copetuda dama: “¿Y qué esto no lo puede hacer tu padre?” “No —respondió la chiquilla—. Tiene que ser el toro”…
La señora reprendía a su hija. “¡Eres una tonta! —le decía—. ¡Siempre te pedí que guardaras tu virginidad bajo siete llaves, y ahora me sales con que estás embarazada!” “Compréndeme, mamá —se justificó la muchacha—. ¡Mi novio es cerrajero!”..
El pretendiente pidió la mano de su novia al padre de ésta. “Debo advertirle, joven —le dijo con gran sinceridad el señor—, que mi hija tiene un defecto”. “¿Qué defecto es ése?” —preguntó el solicitante, inquieto.
“En realidad no es un defecto grande —lo tranquiliza el padre—. De hecho es un defecto muy pequeño: un niño de tres años’”…
La libertad consiste en la capacidad de escoger. Todo aquello que limite esa aptitud limitará también la libertad. Los monopolios de bienes o servicios vulneran la libertad humana porque limitan la posibilidad del hombre para escoger entre dos o más bienes o dos o más servicios. Cuantas más marcas de jabón tenga una sociedad, será más libre. Cuantas más compañías telefónicas tenga, o más sistemas de televisión, o más empresas de suministro eléctrico, o más cementeras, más libre será una sociedad.
Los monopolios, públicos o privados, atentan contra el bienestar de una comunidad en la medida en que anulan la capacidad que sus miembros han de tener para elegir. Hacen lo mismo que las dictaduras.
Los mexicanos pensamos que tenemos libertad. Quizá la tenemos, pero limitada en muchos ámbitos. Estamos llenos de monopolios por doquier. Y dejen ustedes por doquier: por todas partes. Algunas veces esos monopolios se encubren o disfrazan, pero no dejan por eso de ser monopolios.
La falta de competencia conduce a la incompetencia. El mundo está llamando a nuestras puertas. Escuchad: “Toc toc toc toc”. Imposible no oír ese llamado. Los monopolios son símbolo del subdesarrollo. Están por eso condenados a correr la misma suerte de muchas cosas que ayer formaron parte de la vida diaria, y que ahora son ridículos anacronismos: el corsé, las bigotera, el rapé; la borcelana, tibor, perica, necesaria, taza de noche o bacinica; las polainas; el polisón…
Todas esas cosas desaparecieron. También deberían desaparecer los monopolios. Si desaparecieran, la libertad sonreirá y arrojará su gorro frigio a la altura en señal de júbilo. Quizá yo no esté ahí para ver eso, pero a’i les encargo el gorro frigio…
El cuentecillo final que ahora viene es una romántica evocación de los años cincuenta del pasado siglo. El muchacho y su novia paseaban en el automóvil de él. De pronto el chico dio una vuelta sin avisar. Un conductor que iba atrás le grita indignado: “¡Saca la mano, cabrón!” Exclamó compungida la muchacha: “¡Te lo dije, Libidio! ¡Ya nos vieron!”— Saltillo, Coahuila.