Como señala Jorge Dioni, en su artículo Por qué la verdad importa cada vez menos en política y no podemos hacer mucho), la campaña de Trump, la del Brexit o de Bolsonaro -copiada por VOX- han puesto de moda el adjetivo postfactual o el concepto “política postverdad”. No hace referencia al uso de la mentira en política, algo muy viejo, sino a la irrelevancia de la verdad. La realidad, en forma de hechos o datos, importa menos que la construcción de un relato o que las apelaciones a la emoción. “Los hechos no funcionan”, como dijo Arron Banks, el mayor donante de la campaña a favor del Brexit, “tienes que conectar con la gente emocionalmente”.
Es un hecho que determinadas emociones (miedo, hastío, indignación, ira, humillación, etc.) han desempeñado y siguen haciéndolo un papel fundamental en las movilizaciones sociales contra algunas injusticias o en la articulación colectiva de demandas emotivas de emancipación.
En España las emociones tuvieron una gran importancia: las movilizaciones tras el hundimiento del Prestige o las manifestaciones contra la Guerra de Irak. Igualmente, los aspectos emocionales estuvieron presentes en el 15-M: la alegría, la ilusión por un cambio posible. Primero estaba indignada, ahora estoy ilusionada, aparecía en bastantes pancartas.
Según María José Fariñas en Supremacismo y fascismo, la contrarrevolución neoliberal y neoconservadora es muy hábil para trasmitir determinados mensajes virtuales que recurren a las emociones no a la razón. Mensajes supremacistas. El hombre blanco es superior a otras razas; el hombre a la mujer; la heterosexualidad a otras opciones sexuales; los ricos, exitosos con capacidad de compra y consumo a los pobres, unos fracasados; los cristianos católicos y evangélicos, judíos a los de otras religiones, especialmente a los musulmanes; nosotros los españoles a los inmigrantes….
Apelan a supuestos valores morales tradicionales, seguros, como Dios, la familia tradicional, la propiedad privada, el orden, la autoridad, la seguridad, la soberanía nacional…, pero desenfocan totalmente la realidad y evitan entrar críticamente en la discusión de los verdaderos problemas. Este desenfoque no es inocente, porque estos mensajes conducen a los individuos a la autoexculpación de sus problemas, transfiriendo la responsabilidad a otros.
La intoxicación subcontratada
La mentira, o la intoxicación, tiene una larga tradición como arma política, pero antes era un mecanismo que funcionaba verticalmente, desde el poder, un grupo organizado o los medios (Goebbels, Lenin, Hearst, NODO franquista) hacia la ciudadanía. Como señala Jorge Dioni, ahora la distribución se ha subcontratado y multiplicado hasta el infinito. La propia sociedad atomizada distribuye gustosa de forma gratuita los contenidos sectoriales, veraces o no, y crea islas de pensamiento. Compartir o retuitear algo que confirma nuestros prejuicios es muchísimo más sencillo que comprobar la fuente o leer algo que nos hace dudar.
Sorprende que esto ocurra en un momento en el que los datos están al alcance de cualquiera. Hay que buscarlos. Nunca ha sido tan fácil informarte. La comprobación de los datos, es decir, la consecución de la transparencia requiere de tiempo, esfuerzo y ganas para ordenarlos y contrastarlos. Hoy en día, la mayoría de los medios de comunicación no disponen de recursos humanos ni materiales para hacerlo. He utilizado a propósito el término “la mayoría de medios”, ya que otros como Atresmedia y Mediaset sí que disponen, aunque no los usan para trasmitir una información veraz, como acabamos de conocer en los últimos tiempos en un programa, que ha sido presentado como el paradigma del buen periodismo.
Como sigue diciéndonos Jorge Dioni, además, se produce un efecto psicológico parecido al de la pornografía. Al estar en un mundo de cristal, tenemos tanto delante que ya no importa lo que vemos. Hago un inciso. He citado ya y citaré alguna vez más en este artículo a Jorge Dioni, una de las cabezas más despejadas y con análisis más certeros de nuestra realidad socio-política.
Por ello, precisamente por ello, no es invitado a las rimbombantes tertulias de radio y televisión, como tampoco Pedro Vallín o Jaime Miquel. Son invitados en cambio los Francisco Marhuenda, Eduardo Inda, Maria Claver, Isabel San Sebastián…Por ello, ¡Cuánto daño están haciendo al periodismo, además de crear un ambiente de crispación irrespirable! Sobre este periodismo hablaré más adelante, recurriendo a Umberto Eco.
Hecho el inciso, retorno al tema de la manipulación política. Muchos acusan especialmente a las campañas de Trump, del Brexit y de Bolsonaro como las promotoras de la postverdad. Pero a esta tarea nos hemos sumado gustosas y sin complejos gran cantidad de personas. Muchos somos culpables y responsables de esta pandemia, de momento irreversible, de postverdad que está destrozando la política.
Lo importante es el relato
La lista de recursos y herramientas de comunicación, política, empresarial o periodística, que han contribuido a crear este clima de postverdad es amplia. Podría arrancar con el inofensivo storytelling, una herramienta de marketing empresarial en la que el relato, prevalece sobre los datos de la gestión. El objetivo es influir emocionalmente sobre todos los actores, trabajadores, proveedores, clientes y mundo en general. “La gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero la gente nunca olvidará cómo la hiciste sentir”, resume la poetisa Maya Angelou.
En definitiva, lo importante es el relato. No obstante, el Mediterráneo hace mucho tiempo que está descubierto. ¡Qué bien lo expresó ya Antonio Machado! En su libro Juan de Mairena, Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1934-1936), por boca ahora de su alter ego fundamental, nos ofrece, el diálogo entre su confitero y un filósofo. Éste aconseja a aquél que crea en Dios, de este modo hará mejores confites, los venderá más baratos y además ganará más dinero, porque así aumentará el número de sus clientes… A la pregunta por parte del confitero sobre si Dios existe, el filósofo contesta diciendo que «eso es cuestión baladí», que lo importante es que el confitero crea en Dios. Al cabo de un tiempo el filósofo visita de nuevo al confitero; el establecimiento lleva ahora el rótulo siguiente: “Confitería de Ángel Martínez, proveedor de Su Divina Majestad”. (Parece pues que el confitero, de algún modo, ha hecho caso al filósofo…). La calidad de los confites no ha mejorado, pero el confitero que ha aprendido bien la antigua lección del filósofo, le dice a éste:
“Lo importante es que usted crea que (la calidad) ha mejorado, ο que quiera creerlo, o, en último caso, que usted se coma estos confites y me los pague como si lo creyera”.
Además de la apelación a lo emotivo, el uso del relato tiene un problema, porque se basa en retorcer la realidad, en recortarla, amplificarla o edulcorarla hasta hacerla coherente y creíble. Por ejemplo, en lógica, existe un tipo de falacia llamada post hoc que consiste en asumir que, si un acontecimiento sucede después de otro, el segundo es consecuencia inevitable del primero. Es decir, unir cronología y causalidad y eliminar el azar. Es algo normal en la narrativa donde las cosas siempre pasan por algo.
Otra encarnación del relato en periodismo o en política es la teoría de la conspiración en la que los hechos se acomodan o resumen para que funcionen como un relato en el que se recupera el personaje del deus ex machina, una figura omnipotente que todo lo controla y, por tanto, todo lo explica. La conspiración retuerce aún más la falacia post hoc al ofrecer saltos causales vertiginosos: llegada al gobierno de Pedro Sánchez, en una coalición social-comunista trae como consecuencia inevitable, cual, si fuera la ley de gravedad, la crisis económica e incluso para algunos la pandemia y el volcán.
Comunicación política
Durante años, la comunicación política, mano a mano con el periodismo, ha ido asumiendo diversas técnicas a la hora de construir el relato. Umberto Eco, una de las mentes europeas más lúcidas del último siglo, nos ha dejado un extraordinario legado literario y filosófico. Su última novela, Número cero, tal vez no sea la más memorable de sus obras, pero bajo el disfraz de la sátira traza un certero y descarnado retrato de las miserias que comparten el periodismo y el poder.
No hay asomo de idealismo en Colonna, periodista cincuentón que en 1992 está enfrascado en el lanzamiento de un nuevo diario, Domani, que prescindirá de los hechos contrastados para dar pábulo a suposiciones, rumores y maledicencias. Al misterioso editor, acaso inspirado en Silvio Berlusconi, no le interesa el negocio de la información, y aún menos la búsqueda de la verdad; solo fabricar un libelo que, sin ver siquiera la luz, le sirva para extorsionar a políticos y empresarios.
En definitiva, el periodismo funcionando como «la máquina del fango», en palabras de Eco. Este podría haberse inspirado perfectamente en lo ocurrido en los últimos en nuestra querida España contra los dirigentes de Podemos. Una aplicación poco sutil de esta técnica es el swiftboating -término navegación rápida es un neologismo estadounidense peyorativo utilizado para describir un ataque político injusto o falso- creado por el equipo de George W. Bush en la campaña contra John Kerry. Este último, veterano de guerra, vio cómo se creaba un fantasmal grupo de veteranos para sembrar la duda sobre de su actuación en Vietnam.
Ese es el objetivo, propiciar la oscuridad. Así es como actúan, lo que un documental sobre el cambio climático llamó Mercaderes de la duda dirigido por Robert Kenner, inspirado en el libro Mércaderes de la duda, de Naomi Oreskes y Erik Conway, revela el mundo secreto de algunos denominados “expertos” y “autoridades científicas” cuya especialidad consiste en engañar al público en torno a temas como el cigarro, la industria farmacéutica, los químicos y el cambio climático. El impacto que estos personajes ejercen sobre temas fundamentales se explica a la par de las técnicas que usan para manipular al público.
Naomi Oreskes y Erik M. Conway en su libro ya citado Mercaderes de la duda. Cómo un puñado de científicos ocultaron el calentamiento global, cuentan la historia de cómo un grupo de científicos y asesores científicos de alto nivel, con profundas conexiones en el mundo de la política y de la industria, realizaron campañas efectivas para engañar al público y negar verdades científicas comprobadas a lo largo de cuatro décadas. Sorprendentemente, los mismos nombres aparecen repetidamente: son las mismas personas las que afirman que la ciencia del calentamiento global «no está resuelta», niegan la verdad de los estudios que relacionan el hábito de fumar con el cáncer de pulmón, el humo de carbón con la lluvia ácida, y los gases clorofluorocarbonos (CFC) con el agujero de la capa de ozono.
«La duda es nuestro producto», escribía hace tiempo un famoso ejecutivo del tabaco. Y son estos «expertos» quienes las han suministrado incansablemente. Los autores de Mercaderes de la duda sacan a la luz este oscuro rincón de la comunidad científica estadounidense, para mostrarnos de manera irrefutable cómo la ideología y los intereses corporativos, ayudados por unos medios de comunicación demasiado obedientes, han sesgado sistemáticamente la comprensión pública de algunos de los problemas más acuciantes de nuestra era. Los mercaderes de la duda no sólo existen en este campo, sino en muchos otros. Su principal argumento es que la ciencia no tiene todas las respuestas. Claro, porque no se las inventa.
Los mercaderes de la duda aprovechan, por ejemplo, el falso equilibrio que los medios se ven obligados a adoptar en pos de la pluralidad. Las evidencias de un científico tras años de experimentos quedan a la misma altura que los argumentos de cualquier iluminado que, además, suele presentarse como víctima de algún poder oculto, con lo que ha desarrollado una hipersensibilidad que le permite convertir la razonable duda en un furibundo ataque. Esto podemos constatarlo en numerosos debates en nuestros medios en relación a la exhumación de Franco. En aras al equilibrio, compartían debate de igual a igual historiadores con una gran formación académica y representantes de asociaciones puramente franquistas, como la Fundación Francisco Franco.
Marcar la agenda
La versión más sutil de la manipulación política es lo que se conoce como herestética, palabra inventada por el politólogo William Riker y que puede resumirse en marcar la agenda. Es decir, fijar la atención de los ciudadanos en temas que benefician al gobierno o a la oposición para ocultar otros que podrían perjudicarles.
Los temas más relevantes para los ciudadanos suelen ser materiales, sueldos, vivienda, pensiones, mientras que la agenda política prefiere los temas etéreos, como la discusión nacional o la reformulación de la democracia. Lo lógico sería ocuparse de los problemas que más inquietan a los ciudadanos, pero si uno no puede ofrecer soluciones creíbles o populares, es mejor desviar el foco.
Un ejemplo. El PSC lo hizo en las autonómicas catalanas de 2003. La reforma del Estatuto preocupaba a un exiguo 3% del electorado, pero había acuerdo sobre su insuficiencia. Pasqual Maragall se las arregló para convertirla en el eje de la campaña, silenciando asuntos en los que sus rivales habrían tenido ventaja (como la economía) y conquistó la Generalitat. “La táctica más importante en la competencia electoral es procurar que se hable de las cuestiones en las que eres más creíble”, ha escrito el politólogo español Josep María Colomer.
La estrategia herestética implica el abandono, por parte de quienes la practican, de sus convicciones más preciadas, pues, según el inventor del término, Rilke, para ellos son “secundarias, y con frecuencia ni siquiera tomadas en cuenta”. Maquiavelo no lo hubiera descrito mejor. En nuestros días dicha estrategia utiliza, casi sin límites, la mercadotecnia política y tiene casi como único objetivo la manipulación de las decisiones de voto en los procesos electorales. José María Maravall en su reciente libro La democracia y la izquierda, señala que existen tres conceptos valiosos para los herestéticos: terrorismo, nacionalismo y corrupción. Nadie quiere políticos que claudiquen ante semejantes prácticas, y su denuncia favorece la crispación política, método para alcanzar el poder que atribuye nada sutilmente al Partido Popular.
Existe un artículo muy interesante de Georgina Blakeley titulado “Vestir el muñeco”: Torcuato Fernández-Miranda, la herestética y la ley para la Reforma Política. Tal como describe Miguel Ors Villarejo en su artículo El arte de la manipulación política en su blog El justo miedo: ¿Cómo salió adelante la Transición española? Había tres jugadores (continuistas, reformistas y rupturistas) y ninguno tenía fuerza suficiente para imponer su proyecto. Pero Adolfo Suárez maniobró herestéticamente. Sabía que la oposición nunca pactaría con el franquismo. Se alió alternativamente con unos y con otros hasta sacar la Ley para la Reforma Política. El diseño de reglas de votación también desempeñó un papel decisivo. El caso más notorio fue la designación del propio Suárez. Los miembros del Consejo del Reino jamás lo habrían incluido en la terna que debía presentarse a Juan Carlos I para que eligiera presidente, pero Torcuato Fernández Miranda (el estratega en la sombra de la Transición) agrupó a los aspirantes por familias ideológicas, argumentando que todas debían estar representadas, y organizó un agotador carrusel de votaciones eliminatorias hasta que no quedó más que un candidato por familia. Suárez era un falangista gris que, a diferencia de José María de Areilza o de Manuel Fraga, no suscitaba gran rechazo entre los guardianes del régimen. El ultra Martín Sanz expresó cierta sorpresa porque “un tal Suárez” superaba todas las votaciones, pero solo Joaquín Viola, el alcalde de Barcelona, manifestó su oposición. “Soy de Cebreros”, dijo, “y conozco muy bien a este muchacho”. Demasiado tarde. La ley electoral tampoco se dejó al azar. Suárez encargó un sistema que diera la mayoría absoluta con el 35% de los sufragios (los que los sondeos atribuían a la UCD) y que favoreciera a las zonas rurales (donde la UCD tenía mayor implantación). De ahí la famosa frase del ministro Pío Cabanillas: “No sé quiénes, pero ganaremos”.
Argumentarios políticos
Todas las prácticas anteriores, y otras, como los argumentarios políticos, se ven reforzadas, como muy bien dice Jorge Dioni, por nuestra propia implicación como camellos voluntarios de esos contenidos. Si somos antipodemitas, tendremos el dedo preparado y presto para compartir las informaciones inveraces que se han publicado sobre ese partido acerca de su financiación extranjera, desestimadas varias veces por los tribunales. Ahora de nuevo un juez va a investigar las 92 cuentas de Monedero. Como todo, el concepto de postverdad indigna mucho cuando lo usa alguien que no nos gusta y es comprensible cuando es uno de los nuestros.
“El propósito de la mentira política es crear una falsa visión del mundo. Las mentiras de los hombres como Trump no funcionan de esa manera. No pretenden convencer, sino reforzar los prejuicios”. Y ya decía Albert Einstein que es más fácil desintegrar el átomo que un prejuicio. Es decir, Trump dice lo que piensa mucha gente. Ya, pero es mentira. Pero lo piensa la gente. Ya, pero es mentira. Pero lo piensa la gente. Ya, pero es mentira. Y así, hasta el infinito.
La cantidad de energía que se necesita para refutar una estupidez es muy superior a la necesaria para producirla
Y esta nueva situación se desarrolla en un ecosistema informativo que se mueve en ciclos de 24 horas. No hay pausa. No podemos digerir las informaciones, sino que hay que producir constantemente algo, hay que reaccionar constantemente a algo. Los medios no necesitan lectores; quieren clicks. Si encaja el mensaje en el sistema de creencias y principios en el que nos sentimos cómodos, lo asumimos sin buscar y comparar más fuentes. Hay que “ser escéptico en un mundo basado en datos”. “Hay tal volumen de información y está tan poco filtrada que nos encontramos como el aprendiz de brujo: abrumados, agotados y sin ganas de luchar contra un torrente que fluye con más rapidez cada hora que pasa”.
Es complicado combatir la postverdad con verdad porque requiere mucho trabajo, un compromiso bastante generalizado con el juego limpio que nadie está dispuesto a asumir y, qué demonios, porque funciona peor y es menos rentable electoralmente. Uno de los efectos que se repite en los múltiples ejemplos y que es de lo más esclarecedor es el principio de Brandolini. Este programador italiano, de nombre Alberto, defiende que la cantidad de energía que se necesita para refutar una estupidez es muy superior a la necesaria para producirla. Su ley también se conoce como el principio de la asimetría de la chorrada.